Antes de poner un pie en París, ya veníamos viviendo nuestra propia película francesa… pero versión hogar caótico con niños y elfos incluidos.
Este año hicimos intercambio de casas con HomeExchange.
Una familia francesa se instala en la nuestra, y nosotros en la suya.
Planazo, ¿no?
Sí… hasta que te das cuenta de que hay que dejar la casa como un Airbnb de cinco estrellas y tienes dos niñas, y los elfos traviesos haciendo de las suyas en casa.
Nos pasamos la semana limpiando como si viniera la reina de Dinamarca.
Y claro, para no volver a ensuciar, fuimos clausurando habitaciones.
Literal. Como si viviéramos en un escape room de Cluedo.
Por poco terminamos comiendo en el baño… pero no somos tan estrictos. Aún.
La noche previa al vuelo dormimos los 4 en nuestra cama.
Una es calurosa, la otra friolera.
Una se mueve, la otra da patadas.
Javi durmió 2 horas reales, yo hice lo que pude entre empujones y microdespertares.
A las 4:00 am: suena el despertador.
Fregona en mano, niñas al sofá para acabar de arreglar la habitación principal.
Todo esto mientras hacíamos el ritual de despedida de los elfos navideños.
“No, cariño, no viajan a Francia.”
“No, no caben en la maleta.”
“Sí, le han pasado la misión al elfo francés.”
Un drama logístico con toques de fantasía que ni Tolkien.
Llegamos al aeropuerto de Madrid y directos al McDonald’s a por el desayuno sagrado:
salchichas, huevo, café y resignación.
Ya es tradición.
Puerta de embarque, niñas emocionadas, y al avión.
Par de horas entretenidas, entre series frikis de Netflix,y esa energía pre-Navidad que solo ellas saben generar. Se portaron muy bien la verdad es que son súper buenas.
Aterrizamos en Orly a las 9:00 y lo primero que hicimos fue… no tener internet.
Nuestros iPhones, muy modernos ellos, decidieron boicotearnos el roaming. Y claro, sin mapas, sin traductor, sin nada. París sin red es otra liga.
Tuvimos que hacer lo que toda alma desesperada hace: conectarnos a la Wi-Fi del aeropuerto como si fuera 2012 y descargar el mapa de medio París como si fuésemos exploradores digitales del siglo XXI.
Salimos rumbo al parking de Notre Dame, y en el coche las niñas se durmieron 20 gloriosos minutos. Paz en la tierra.
Hasta que llegamos. La más pequeña se despertó enfadada porque “ella quería dormir más”. Drama parisino.
Intentamos entrar a Notre Dame, pero la cola daba la vuelta al continente.
Nos rendimos con dignidad y fuimos directos al azúcar:
macarons helados.
Sí, helados. Sí, en diciembre. Sí, se los devoraron como si llevaran semanas sin dulce.
Compramos una bola de Navidad (que seguro romperán en marzo) y unos llaveros de macarons para las niñas y sus amigas. Todo precioso. Todo inútil. Todo perfecto.
Montamos de nuevo al coche y pusimos rumbo al parking cerca de la Torre Eiffel.
Aparcamos y almorzamos en Le Petit Cler, un sitio que parece sacado de una peli francesa con final feliz.
Javi se pidió el pato (acierto total).
Isa pidió un pollo a lo Ratatouille, porque sí, venimos con referencias.
Las peques atacaron unos tagliatelle con carne al vino y pollo marinado con patatas.
Todo delicioso.
Nivel: “esto no lo igualo ni en casa ni en sueños”.
Paseamos por la zona, puestos de frutas, calles de postal, una calma elegante, y luego nos fuimos a ver la Torre Eiffel.
Foto, foto, selfie, “mamá me aburro”, otra foto. Lo de siempre.
Parada técnica en Macadamia, una pastelería fina donde comprar macarons es una experiencia ceremonial: caja rígida, bolsa con lazo, QR, tarjeta, díptico, tríptico, incienso emocional…
Vamos, casi nos hacen un onboarding para comernos un macaron.
Paseo por el Campo de Marte con ese aire romántico que se diluye entre chillidos infantiles, y vuelta al coche.
El Waze decía que tardábamos 5 horas a Dunkerque. Google Maps decía 3.
Obviamente, confiamos en Google. Porque fe ciega en Silicon Valley, siempre.
Y ahora estoy aquí, escribiendo este post con villancicos de Bisbal de fondo (no se juzga), las niñas jugando con sus muñequitos y nosotros deseando que esta Navidad nos traiga más Wi-Fi, menos colas y el doble de macarons.
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